Pájaros y plantas

La semana que R se rompió la pierna, yo estaba leyendo a Arno Stern. Me identifiqué con su búsqueda desde el principio. “Me dejé llevar, sin dudar, sin reflexionar, sin especular” y así montó un taller en un granero y empezó a observar lo que sucedía cuando se les daba a los niños un espacio para experimentar y dibujar a su antojo. Pero lo que vio y relató, no gustó. Arno cuestionó la creatividad infantil. No era algo individual a desarrollar, concluyó, sino la obediencia a algo más grande. Eligió un nombre muy complicado para nombrarlo: la Formulación. Jung antes lo había llamado el inconsciente colectivo y Lao Tse, mucho antes, 道 /dào/. 

Me sumerjo en el libro, porque tiene un propósito loable. Escribe para rescatar a los niños y dice tener“la prueba científica, es decir, medible”: una carpeta con miles de dibujos que ha ido recopilando durante mucho tiempo. “Mi mérito tan solo fue el de no tener ideas cuando comencé a trabajar” escribe, pero a mi me parece que consistió en excluir toda distracción. Creó un taller, el Closlieu. Un lugar cerrado para estar concentrado con uno mismo.  Un poco como esta habitación de hospital en la que pasamos tantas horas en blanco, esperando a que un hueso sane, a que una herida se cierre. No hay nada más que hacer que lo que se ha venido a hacer. Y así en el Closlieu no había que  esforzarse para crear o estar pendientes de la mirada ajena, tan solo se dejaban llevar, escuchaban a sus pulsaciones internas. Csikszentmihalyi escribiría después un libro sobre ese proceder, Fluir lo tituló. 

Sin embargo, escuchando esa voz interna, los niños no pintaban cuadros distintos, sino tremendamente parecidos. Empezó a viajar por el mundo ofreciendo lienzos y pinturas para comprobar que se trataba de un lenguaje universal que todos dominaban. 

Arno plantea que las figuras que los niños dibujan son ecos de la memoria orgánica. Algo que estaba ahí antes de que ellos llegaran y que por eso al dibujar lo único que hacen es desentrañar un conocimiento antiguo, practicar algo que ya saben. Los primeros trazos, relata, son violentos torbellinos o punteados porque son ejercicios de motricidad. Y a partir de la repetición, hasta que niño sea dueño de su propio gesto, hasta que pueda empalmar el final con el principio, crecerá y será capaz de crear el primer círculo que a su vez madurará al cuadrado y al triángulo. Y más tarde a la espina y a la figura radial con la que dibujará el primer sol. Arriba, en una esquina del papel. Así dibujé yo y R. Y así dibuja mi hija la tarde que me acompaña al hospital después del colegio. Saca los colores con cuidado, me pide unas hojas en blanco y se olvida de dónde está, de a qué ha venido.

Dibuja mientras yo leo. Cada una en su mundo, en paralelo al texto de Arno en el que recomienda dejar hacer, no intervenir, no mostrar interés.  Cada ¡Qué bonito! o ¿Qué has querido dibujar? crea una intención donde no la había y perturba el juego natural, espontáneo y sagrado. Rompe la magia y el silencio con el por qué, el para qué. Escribe que “hemos sido educados para ser razonables” y cita a Schiller “la razón es un testigo molesto durante el proceso poético”. 

Y mientras leo a Schiller pienso que quizás el accidente de R tenga algo de poético. Tiene mucho de molesto, eso sí. Incómodo porque cambia los planes y las rutinas, y por eso quiere intentar recuperarse antes, quiere que volvamos a casa, que no tengamos que pasar tantas horas en blanco en esa habitación calurosa. Quiere que podamos volver a la normalidad, a la vida organizada y medida en que no hay espacio para romperse una pierna, ni para leer a Arno Stern durante un par de horas seguidas ni para dibujar hoja tras hoja tumbada en el suelo. Esa vida en que la memoria orgánica va quedando escondida bajo capas y capas de ruido. Pero como el doctor y sus más de mil operaciones nos recuerdan, porque en Asia tan solo la repetición logra la perfección, la pierna necesita tres o cuatro días para sanar. Su pierna no es distinta. Los dibujos de mi hija tampoco.

Me enseña uno que quiere dejar en la habitación de su padre antes de que nos marchemos a casa. Encuentro la multiplicación de la que Arno habla, esa embriaguez que la domina y obliga a llenar la página de pájaros y plantas, a repetir el trazo del ángulo hasta el infinito. No recuerdo haberla visto tan clara en ninguno de sus dibujos. 

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