Llevamos un año y medio viviendo en la ciudad del norte, en el país del centro. Deberían ser coordinadas suficientes para encontrarnos en un mapa, en cualquier mapa, si no fuese porque aquí son distintos. Los mapas con los que crecimos tienen a Europa en el medio. Sin embargo en el que cuelga ahora en mi salón, Europa está a un lado, el izquierdo. En el medio solo hay agua, 水 (shuĭ).
No es la primera vez que vivimos aquí, hace diez años vivimos un tiempo en la ciudad sobre el mar, 上海. Llegamos por casualidad. Agua que corre. R quería conocer una de las vías pavimentadas más altas del mundo y recorrimos la sinuosa autopista entre Gilgit y Kashgar, una mañana de invierno. Al cruzar la frontera, la autopista se ensanchó y de los peligrosos acantilados pasamos a una vía de doble carril. Nos pareció un espejismo que no conseguimos entender, quisimos darnos un tiempo para recorrerlo, y así pasamos los dos meses siguientes tomando trenes y autobuses al azar. A menudo, teníamos que volver varias veces a la estación porque no entendíamos la hora de salida, o si era de noche o de día. Convivíamos con dos sistemas de escritura y dos husos horarios. Nuestra lógica no servía y los dibujos que habíamos estado garabateando en el resto Asia, tampoco. Ante nuestras caras de incomprensión tan solo nos dibujaban caracteres. En el aire. En la arena. Para cuando llegamos a la ciudad del norte 北京 (Bĕi jīng) ya habíamos decidido gastarnos el dinero que nos quedaba en tratar de descifrarlos y nos quedamos dos años estudiando en la ciudad sobre el mar, 上海. (Shàng hǎi).
En los ocho años siguientes seguimos escribiendo caracteres en los márgenes de nuestras libretas. No queríamos olvidarlos, pero tampoco que existía un lugar en el que nuestra lógica no servía y nuestras 27 letras tampoco. En las ocho años siguientes, nos dejamos llevar más, nos importaron menos las normas y la ciencia. Supimos que a veces sus verdades tan solo lo eran a medias. Comprobamos a menudo que lo poco que sabíamos de este lugar no era del todo cierto. Que desconocer es una manera de mantener prejuicios y relaciones de poder. En los ocho años siguientes, recordamos a menudo aquel lugar en que la poesía se sigue escribiendo en el suelo, con pinceles de agua, belleza efímera que solo disfruta el paseante tranquilo que tiene tiempo para parar y leer. Palabras que se evaporan, como las que pretendo escribir aquí. Notas de la vida cotidiana, a mano alzada. La prosa se parece al viaje de las nubes o al agua que corre, escribió 苏轼 (Su Shi) de la dinastía Song.
Llevamos algo más de un año viviendo en la ciudad del norte, en el país del centro. Pero ahora somos tres, nuestra hija de nombre dibujado 梅花 nos acompaña. Flor de invierno que nació en un país tropical y que aprende a leer y a escribir aquí, aprendiz de la alquimia de transformar sonidos en ilustraciones, de relacionar trazos etimológicamente, de establecer relaciones donde nosotros no las hemos visto nunca. Maga juguetona que convierte lo inaudible en comprensible. ¿Será ella la que nos trajo aquí? ¿Será su nombre el que determinó nuestro destino?
A veces cuando voy y vuelvo y me preguntan ¿por qué?, ¿para qué vivimos aquí?, no sé qué responder. Me dan ganas de contestar garabateando en el aire, o en la arena. Somos agua 水, nos dejamos llevar. Tan solo es eso. Pero me gusta no saber qué responder porque me recuerda que no todo lo que hacemos tiene valor de cambio.